Me tenía obsesionado leer esta novela, este escrito de auto-ficción de mi buen amigo Renato Cisneros, tan buen amigo como lo es de la mayoría de personas que lo entrevistan para indagar de su novela, su vida y proyectos. -Cosa rara eso, debe ser un buen tipo ese Cisneros-
Al autor de esta novela lo conocí una tarde que buscaba entrevistas hechas a una vieja gloria del futbol peruano, hoy director deportivo de la Federación Peruana de Fútbol y que alguna vez metió un gol de chilena a Chile, me refiero a Juan Carlos Oblitas. Quien entrevistaba no tenía idea que se estaba tomando un café conmigo, y que se tomaría 20 más porque su personalidad y manera de entrevistar me llamaron profundamente la atención. Así, a través de los videos que encontraba en Youtube y en los tiempos que yo disponía, partía una especie de comunicación post moderna y muy jalada de los pelos, en la medida que aumentaban las ansias de leer sobre esa novela que ahora, ya no era tan lejana y que él me contaba caprichosamente una y otra vez cada vez que yo ponía play. Así que puedo decir que esta novela me buscó a mí y yo no a ella. –Tal vez te esté encontrando a ti ahora, no sé, por ahí, quizá, ¿Por qué no?-.
Y solo diré una cosa más antes de meterme de lleno en el contenido.
Quise, por cosas mías y no tan raras como lo que he contado líneas arriba, que el libro me fuera traído desde su lugar de impresión y no comprarlo acá en Chile, -ojo que sí está a venta en librerías de Santiago, obvio- porque tenía la sospecha que esa edición, esas hojas, esa encomienda recibida venía cargada de mucho significado y una buena mezcla a olor de chicharrón, ají, cebolla y humedad.
Ahora sí, abriendo esa novena edición de La Distancia que nos Separa, descubrí que no me equivocaba. El relato es cautivante, ligero y pesado a la vez. Es el escrito de un hijo que busca a su padre, decía la tapa, pero la verdad es que es la apertura de una conciencia que comienza a dictar lo que se ha ido preguntando y respondiendo sobre uno mismo desde la perspectiva del padre y viceversa. Y así como su narración me respondía desde la cercanía de una escritura que hoy reconozco tan limeña como yo mismo, la novela va respondiendo en un lenguaje universal y común a todo aquel que en algún momento se da cuenta que es hijo, o va a ser padre, o que sus padres también fueron hijos. Es el lenguaje humano que a cierta edad narra lo que descubre, y descubre que es cierto es que el reloj no se detiene, y que nadie es tan original como para verse al espejo y no reconocer miles de rostros, gestos, pensamientos y formas en el reflejo.
En este caso, Renato abre esa ventana que escogió para mostrarnos. La de su padre, el Gaucho Cisneros. Un militar del ejército peruano nacido en la Argentina, hijo de un desterrado diplomático peruano, formado en la Escuela Militar Argentina junto a Videla, Galtieri, Viola, entre otros más detestables; admirador de Pinochet y rostro duro de los últimos gobiernos militares que tuvo el país ubicado al norte de Chile. –Perú, para los desubicados-
Ese personaje, el Gaucho, también fue padre, y por quinta vez –o quizá más- de un tal Renato, que a su vez es el segundo de los tres hijos de la segunda esposa –o tal vez no- del Gaucho Cisneros. Pero no sólo fue rostro duro, padre, militar, admirador y amigo. Obviamente fue más, tanto más o menos de lo que son nuestros padres antes de serlos, y más o menos de los que son o fueron después. Y eso es lo especial de esta novela. No solo la narrativa, tan orgánica como escuchar hablar a Cisneros, sino también por los ejercicios que el autor hace por nosotros para darnos masticada una comida que la tenemos en frente y que no nos atrevemos a tocar. -o que quizá no vemos-.
La recomiendo –creo que llegado a esta parte es como obvio, ¿no?-, pero teniendo en cuenta que cuando la tengan entre sus manos, tendrán una lectura de cabecera, de viaje, de pasatiempo, de váter, de lo que sea, pero que finalmente no será solamente eso. –me toca un “quizá” aquí-
Una última cosa. Es tan buena, que hasta el prólogo, de un tal Bryce Echenique, es digno de mencionar. –Me encantó que sea él quien lo escriba-
Espero la puedan leer. Yo, por mi parte, me iré a tomar un café con una chola hermosa de Puquio, Vilma es su nombre.
Adiós –quizás no-